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El código Kast: cómo la neuropolítica redibuja Chile y el futuro de anglolatina (análisis integral)

No viste esto llegar (Pero tu cerebro sí) y la AI lo vio mucho antes.

Análisis InfoGoRedacciónRedacción

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El gran desafío contemporáneo radica en que, mientras antes un líder autoritario como Maduro o un actor político hábil como Petro podían enunciar ciertos principios y luego actuar en sentido opuesto, hoy la inteligencia estratégica, apoyada por la inteligencia artificial y otras tecnologías, exige a los candidatos no solo discursos inteligentes, sino fundamentalmente acciones inteligentes. Esto implica enfrentarse —y en muchos casos desmontar— sistemas políticos basados en el militantismo, donde prácticas como el amiguismo, la burocracia, la corrupción, el estatismo, el “empresaurismo”, los medios pagados, la sobredimensión del empleo público y las ayudas sociales clientelares sostienen un círculo vicioso de pobreza e ineficiencia estatal.

La victoria de Kast no fue simplemente contra Jara; fue contra el umbral de aburrimiento cerebral y, más aún, contra la falta de autocrítica de una izquierda que repite patrones desde Lula hasta los Kirchner, desde los demócratas estadounidenses hasta Petro. La rigidez ideológica, la lealtad a dogmas, la ritualización de la militancia —con sus marchas, cánticos y narrativas predecibles— han impedido a las fuerzas de centroizquierda e, incluso, a partidos que se autodenominan de derecha pero operan como estatistas —como el peronismo o el radicalismo en Argentina—, evolucionar. Frente a esto, la derecha ha logrado presentarse con una coherencia y una veracidad abismalmente superiores a la negación ideológica y fanática de los partidos rojos.

Quizás el mayor desafío de la izquierda sea reconocer que la concentración del poder estatal termina generando más desigualdad, corrupción y pobreza que la competencia y la dinámica del libre mercado. Su evolución, por tanto, pasa por soltar el control de unos pocos sobre todos y abandonar la ceguera militante.
Incluso China —un híbrido entre estatismo y capitalismo de mercado— ha comprendido que, sin el dinamismo económico propio del capitalismo, no habría alcanzado su actual potencia. Es un país que, de no haber sido comunista durante décadas, probablemente habría sido la primera economía mundial hace medio siglo. Hoy, con un capitalismo de estado, compite de tú a tú con las economías libres.

Estamos ante una reprogramación política. Chile acaba de ejecutar un código fuente que reescribe la política latinoamericana. El 58% de Kast sobre Jara es solo la pantalla; lo real ocurrió en la neuroquímica colectiva, en el agotamiento de un relato.
La gran verdad es que la política debe dejar de autoengañarse creyendo que es la solución a todo, o que el Estado debe poseer, controlar y decidirlo todo. De hecho, el rol fundamental del Estado debería ser evitar que nadie —ni siquiera él mismo— acumule un poder discrecional sobre los individuos y el mercado.

 

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Esto implica que la izquierda debe dejar de negar sus horrores históricos y estructurales, algo que por pasión, sesgo o corrupción ha evitado hacer.

Al mismo tiempo, la derecha enfrenta su propio desafío: no caer en los mismos patrones de militancia ciega, y no conformarse con ser solo “algo más eficiente” o “algo mejor” que la izquierda. Debe aspirar a la excelencia continua, en el corto, mediano y largo plazo, corrigiendo sus propios errores históricos, denunciando los fracasos negados de la izquierda y demostrando con transparencia las prácticas hipócritas y fanáticas de sus adversarios incluso a los propios seguidores de la izquierda.

 

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En resumen, para que el mundo político evolucione, deben ocurrir tres procesos simultáneos:

La derecha debe ser excelente en todo sentido, hasta el punto de no solo consolidar a sus bases, sino también demostrar a los seguidores de la izquierda que este último modelo ha sido, durante más de 200 años, estructuralmente insano.
 

La izquierda debe realizar una autocrítica profunda y abandonar gran parte de sus dogmas. El tiempo de la negación ha terminado.
 

Debe emerger un modelo de Estado pragmático y eficiente, como el de Dubái en Emiratos Árabes Unidos, donde la intervención estatal no busca controlar, sino crear las condiciones para que la excelencia, la competitividad y la integridad se expandan. Allí, el Estado es tan impecable que su meta es que nadie —ni siquiera él— tenga poder absoluto sobre los individuos y el mercado. Esta es la paradoja virtuosa del buen gobierno.
 

Existe, pues, una línea en la que la derecha —con bases filosóficas, científicas y sistémicas más sólidas— tiene mayor potencial, pero requiere visiones sociales que aporten sentido humano y equidad. La izquierda, por su parte, debe superar su negacionismo, su fanatismo y su resistencia al cambio integral. Si no lo hace, seguirá siendo un lastre en la construcción de esa mezcla ideal que hoy encarnan ejemplos como Noruega, Dinamarca o Dubái, y que incluso Suecia no alcanza plenamente debido a su sesgo hacia un socialismo intelectualizado.